Nunca imaginé que la tarjeta del paro, incluyera el destierro, un ensayo de expulsión más allá del grado de productividad, de la realización profesional, de merecer un sueldo.
Los primeros días, aún con un pie intentando despegarse de la rutina, intuyes que no es tan grave eso de estar sin trabajo, aunque la mayoría de ojos te mire con pena y unte tus supuestas heridas con frases hechas .
Inmediatamente seguido, y en un acto de valentía, te quitas el reloj, dejas que una burbuja de aire empiece a envolverte, das permiso a tus sueños, y te deslizas por la pista las manos al viento, los ojos cerrados, la cara de boba e incluso esquivas con gracia algún que otro dardo envenenado.
Confiada, ya pasas los días a un palmo del suelo: lectura, un café a media mañana, una charla serena, paseos por el súper, los jueves yoga, el blog ordenadito, y todo en una extraña dimensión de tiempo.
Y con mucho, mucho miedo te compras un billete, viajas lejos, sola y pequeña, dispuesta a romper muros, a lavarte la mirada, a echarle un pulso al ego.
Ingenua, regresas al hueco, y ya no encajas, como si en tu ausencia alguien le hubiera cambiado la talla… y ahora qué? , te dicen, te dices, te dirán mil veces, como esperando ver el momento en que sumisa, te ciñas de nuevo el collar y lo agarres a la rueda del “todos jodidos pero contentos”.
Simulas no hacer caso, pero en algún rincón de la culpa, ya se ha gestado tristeza , dices no con la boca pequeña, vuelves a desmedir los días, le echas la culpa al letargo de un invierno denso, que las vacaciones se acaban, incluso para los que vivimos en destierro.