Bam caería, engullida por el terremoto, escasas dos semanas después de que aterrizáramos en Teherán. No llegué a verla; las prisas de ese viaje, no la incluían en el programa.
Ya en la cabina del avión, me cubro con el pañuelo, y abrocho mi abrigo largo y negro. Iniciamos un leve recorrido por una Persia uniformada, mate, negro sobre negro, de los velos, del petróleo, del caviar, una Persia fundamentalmente asfixiada, señalada como la enemiga preferida de un Occidente al otro extremo, expectante. Y me siento aunque no soy, una mujer diferente, estupefacta ante el vuelco inesperado de derechos y tratos en mi particular concepto de dignidad. Nunca antes me he sentido una turista tan accidental, luchando con mis prejuicios, muchos nutridos por tantos telediarios, acatando normas, privilegiada por extraña, porque mi sumisión terminaría al cabo de una semana;
Ellas, conforman un microcosmos tapado, rostros que solo son ojos, lenguas de velos negros que resbalan por las calles, ni una pierna con medias, las manos enguantadas, algunos flequillos se rebelan asomando bajo los mantos, pero se respira un aire denso, como si un dios vengativo espada en alto, oteara sin descanso para que su ley se cumpliera.
Y oculta ,paseo mi mirada, me siento minúscula ante la tumba de Darío, insignificante entre columnas y bajorrelieves en Persépolis, poeta de versos cuneiformes en el caravasar de Shiraz, princesa con mil velos entre los palacios que rodean la plaza de Ispahán, fascinada por ese derroche de historia, mosaicos maravillosos en las cúpulas…., y me oculto tras un velo prestado para entrar en las mezquitas, algo parecido en los bares, donde también tengo acceso incluso por la misma puerta que ellos, aunque en alguno, nos releguen al rincón tras la cortina, amables pero marginando.
En algún reducto solo para turistas, mi melena respira libre de la mordaza y ceno casi como en casa; unas horas de albedrío para reconocerme, y vuelta a la cortina que me excluye, en un mundo que no puedo entender, que piso pero no vivo, que me divide, contradictoria entre el respeto y el desconcierto.
Y se ha hecho corto, apenas si hemos rozado la coraza de esta tierra antigua, cuando me quito definitivamente el pañuelo, y vuelvo a interpretar mis gestos de mujer libertaria, a mis normas, a lo que tengo y lo que me falta, pero en algunas moléculas de mi memoria, permanece la sombra de un velo negro, largo.
Ya en la cabina del avión, me cubro con el pañuelo, y abrocho mi abrigo largo y negro. Iniciamos un leve recorrido por una Persia uniformada, mate, negro sobre negro, de los velos, del petróleo, del caviar, una Persia fundamentalmente asfixiada, señalada como la enemiga preferida de un Occidente al otro extremo, expectante. Y me siento aunque no soy, una mujer diferente, estupefacta ante el vuelco inesperado de derechos y tratos en mi particular concepto de dignidad. Nunca antes me he sentido una turista tan accidental, luchando con mis prejuicios, muchos nutridos por tantos telediarios, acatando normas, privilegiada por extraña, porque mi sumisión terminaría al cabo de una semana;
Ellas, conforman un microcosmos tapado, rostros que solo son ojos, lenguas de velos negros que resbalan por las calles, ni una pierna con medias, las manos enguantadas, algunos flequillos se rebelan asomando bajo los mantos, pero se respira un aire denso, como si un dios vengativo espada en alto, oteara sin descanso para que su ley se cumpliera.
Y oculta ,paseo mi mirada, me siento minúscula ante la tumba de Darío, insignificante entre columnas y bajorrelieves en Persépolis, poeta de versos cuneiformes en el caravasar de Shiraz, princesa con mil velos entre los palacios que rodean la plaza de Ispahán, fascinada por ese derroche de historia, mosaicos maravillosos en las cúpulas…., y me oculto tras un velo prestado para entrar en las mezquitas, algo parecido en los bares, donde también tengo acceso incluso por la misma puerta que ellos, aunque en alguno, nos releguen al rincón tras la cortina, amables pero marginando.
En algún reducto solo para turistas, mi melena respira libre de la mordaza y ceno casi como en casa; unas horas de albedrío para reconocerme, y vuelta a la cortina que me excluye, en un mundo que no puedo entender, que piso pero no vivo, que me divide, contradictoria entre el respeto y el desconcierto.
Y se ha hecho corto, apenas si hemos rozado la coraza de esta tierra antigua, cuando me quito definitivamente el pañuelo, y vuelvo a interpretar mis gestos de mujer libertaria, a mis normas, a lo que tengo y lo que me falta, pero en algunas moléculas de mi memoria, permanece la sombra de un velo negro, largo.